Es quince años antes de que Mandela se convierta en presidente, y Sudáfrica, un país del que me marché a los diecisiete años, todavía está sometida al apartheid. Tengo treinta y ocho años. Estamos en octubre, al que los afrikáners llaman die mooiste maand, el mes más hermoso, nuestra primavera.
Mi madre llama con la noticia. Mi cuñado, un cardiocirujano y alumno predilecto de Christiaan Barnard, el primer médico que trasplantó con éxito un corazón humano, había estrellado su coche contra un poste de la luz cuando conducía por una carretera desierta y reseca. Él, que llevaba puesto el cinturón de seguridad, había sobrevivido, pero mi hermana no tuvo tanta suerte. El impacto le rompió muñecas y tobillos.
-Murió instantáneamente -me aseguró mi madre.
No entiendo cómo uno sabe algo así y piensa en aquel momento de terror en la oscuridad.
Tomo un avión hasta Johannesburgo y voy directamente al depósito de cadáveres. No estoy segura de por qué considero que debo hacer eso. Quizá no pueda creer que mi única hermana, sin haber llegado todavía a los cuarenta años, madre de seis hijos pequeños, haya muerto. Quizá crea que la visión de su cara y cuerpo tan conocidos me lo aclarará. O quizá solo quiera estar a su lado, estrecharla por última vez entre mis brazos.
Principio de "Cuando éramos hermanas"
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