Desde donde estaba sentado en el patio de la escuela, Abbie creyó ver el cielo y los campos tostados resplandecer justo donde se tocaban. Demasiado calor para batear la pelota. Gruñó y estiró las piernas bien tiesas sobre la hierba amarilla, preguntándose porque tenía los dedos gordos tan grandes, desproporcionados en comparación con el resto del pie. No era de esas crías que inspiran caricias, con las uñas mal cortadas en unas manos de dedos romos y nudillos ásperos y llenos de cicatrices, a juego con las rodillas. El pelo castaño le caía sobre la frente en un flequillo desgreñado, más largo de la cuenta, y sus enormes ojos estaban hundidos en las cuencas, con unos párpados tan caídos que parecían medio abiertos. Según decían, le daban un aire de perezosa.
Principio de "El depósito de agua"
En "La tierra del dulce porvenir"
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