con inyecciones de néctar
resuenan los zuecos blancos de las enfermeras
de sala en sala. Pitan
y chasquean los timbres como zordalas
eléctricas. Mi madre se acerca
a David Attemborough al oído:
la voz de él se cuela por el receptor
de plástico. Un caimán flota
en el verdín del Pantanal,
de la piel de su ojo absorbe lágrimas
una corona de mariposas. Cristales de sal
endulzan cada uno de sus aleteos.
Gotea su quimioterapia. La noche
cincha sus zarcillos alrededor
de parpadeos fluorescentes:
luz que nunca muere.
Mi madre entra y sale
de un sueño que nunca
se asienta, sino que sube y baja
y sube. Está muerta de cansancio. El ojo
del caimán se abre y se cierra,
membrana lisa que se adhiere
al incesante lametazo de sal. No está claro
si percibe el alivio infinitesimal del peso que cesa
cuando cada mariposa alza el vuelo.
De "El jaguar"
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