Habíamos paseado durante horas por el casco antiguo de Berna, deteniéndonos aquí y allá, ante rincones y puertas y escaparates, admirando aquello que a otros apenas causa admiración, y, al anochecer, sin haber pensado siquiera en cenar o pasar por el hotel en el que ambos nos alojábamos, habíamos intercambiado ya, entre signos de asentimiento, la lista de nuestros músicos favoritos.
El café donde decidimos descansar un poco no era tan oscuro como hubiéramos deseado, aunque buscamos el rincón con la iluminación más tenue. Bebimos coñac y chocolate muy caliente, y el coñac ponía alegría en la conversación cuando quedaba en sordina la tristeza; en algún momento, cuando la confianza creció, él se refirió a su mujer muerta y yo mencioné a mi hombre muerto.
Principio de "Una pasión parecida al miedo"
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