En el momento de la acción, de modo bastante molesto, resulta que, en primer lugar, lo "absoluto", aquello que está "por encima de" los sentidos -lo verdadero, lo bueno, lo bello- no es aprehensible, pues nadie sabe concretamente qué es. Sin duda, todo el mundo tiene un concepto de ello, pero cada cual se lo representa en concreto como algo completamente distinto. En tanto que la acción depende de la pluralidad de los hombres, la primera catástrofe de la filosofía occidental, que en sus pensadores postreros desea en último término hacerse con el control de la acción, es la exigencia de una unidad que por principio resulta imposible salvo bajo una tiranía. En segundo lugar, que para servir a los fines de la acción cualquier cosa puede hacer las veces de absoluto, por ejemplo, la raza, la sociedad sin clases, etc. Cualquier cosa es igualmente oportuna, "todo vale". La realidad parece oponer a la acción tan poca resistencia como lo haría la más extravagante teoría que pudiese ocurrírsele a algún charlatán. Cualquier cosa es posible. En tercer lugar, que al aplicar lo absoluto -por ejemplo, la justicia, o lo "ideal" en general (como ocurre en Nietzsche)- a un fin, se hacen posibles ante todo acciones injustas y bestiales, porque el "ideal", la justicia misma, ya no existe como criterio, sino que ha devenido un fin alcanzado y producible en el mundo. En otras palabras, la consumación de la filosofía extingue la filosofía, la realización de lo "absoluto" efectivamente elimina lo absoluto del mundo. Y así, finalmente, la aparente realización del hombre simplemente elimina a los hombres.
A modo de prólogo de "La promesa de la política"
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