Aquel invierno Sylvia Plath se quitó la vida, dejando unos poemas de una sinceridad fulgurante y homicida. (...) Estuve con Sylvia una sola vez, después de una lectura de poemas en el Queen Elizabeth Hall; me la presentó Robert Graves, y percibí en ella algo hostil y severo. Sin embargo, con el paso del tiempo y mis adversidades crecientes, sus poemas, perñados de la presencia de la muerte y la de los hijos, me parecieron la voz misma de mi alma. Sentía que sólo por leerlos sería capaz de soportar todos los reveses de la vida, gracias a sus palabras perfectamente colocadas, perfectamente pulidas, la belleza, la gravedad de sus imágenes: "Lirios, lirios". "La luna [...] mirando fijamente desde su caperuza de hueso".
De "Chica de campo"
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