7.9.23

Rebecca Solnit. Las rosas de Orwell

En la primavera de 1936, un escritor plantó rosales. Yo lo sabía desde hacía más de tres décadas y nunca había reflexionado lo suficiente acerca de lo que eso significaba hasta un día de noviembre de hace unos años, en que tendría que haber estado restableciéndome en mi casa de San Francisco por prescripción facultativa, pero me encontraba en un tren de Londres a Cambridge para hablar con otro escritor sobre un libro mío. Era el 2 de noviembre, fecha en que se celebra el día de los Muertos en el lugar donde vivo. Mis vecinos habían erigido altares a los fallecidos el año anterior y los habían adornado con velas, comida, cempasúchiles, fotografías de los difuntos y cartas dirigidas a ellos, y por la noche la gente saldría a pasear y abarrotaría las calles para presentar sus respetos a los altares levantados al aire libre y comer pan de muerto, algunas personas con la cara pintada de modo que semejara una calavera ornada con flores, en esa tradición mexicana que encuentra vida en la muerte y muerte en la vida. En muchas regiones católicas es un día dedicado a visitar los cementerios, limpiar las tumbas de los familiares y ponerles flores. Al igual que las versiones más antiguas de Halloween, se trata de una jornada en que los límites entre la vida y la muerte se vuelven porosos.



Principio de "Las rosas de Orwell"
     

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