Ya el ala de la locura
ha cubierto la mitad de mi alma,
me da a beber su
vino de fuego,
y me llama a su valle tan negro.
Comprendí entonces que
ella había conseguido la victoria,
que debía escucharla como
quien presta oídos a un delirio ajeno.
Y que no me dejaría
llevarme nada conmigo
por más que le pidiera,
o la cansara con mis ruegos:
ni el espanto en los ojos de mi hijo:
su sufrimiento vuelto piedra;
ni el día en que estalló la tormenta,
ni nuestra corta entrevista en la prisión.
Ni el amable frescor de sus manos,
ni la sombra temblorosa de los tilos,
ni aquel distante y levísimo rumor
de las palabras, el último consuelo.
Del "Réquiem".
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