Y esta es mi ciudad convertida en cenizas.
Y este es mi báculo y mis cintas de vidente.
Y esta es mi cabeza llena de dudas.
Cierto: he vencido.
Mi acierto reverbera en el cielo.
Sólo a los augures a quienes nadie cree
les es dado contemplar semejantes perspectivas.
Sólo las predicciones de quienes empezaron con mal pie
se cumplen demasiado pronto
como si nunca hubieran existido.
Ahora recuerdo con absoluta claridad
cómo la gente, al verme, se mordía la lengua.
Las risas se apagaban.
Las manos se desenlazaban.
Los niños corrían a buscar a sus madres.
Yo ni siquiera conocía sus fugaces nombres.
Y, en mi presencia, nadie llegaba nunca al final
de aquella canción de las hojas verdes.
Les amaba.
Pero les amaba desde las alturas.
Desde más allá de la vida.
Desde el porvenir. Desde donde reina el vacío,
donde contemplar la muerte es lo más fácil.
Les hablé con dureza, y lo lamento.
Contemplaos desde las estrellas, les gritaba.
Contemplaos desde las estrellas.
Y escuchaban y bajaban la vista al suelo.
Vivían en el interior de la vida.
Imbuidos de un vendaval.
Predestinados.
Presos ya al nacer en cuerpos para el adiós.
Pero en ellos había una esperanza húmeda,
una llama alimentada por su propio chisporreteo.
Sabían qué es un instante,
¡ay!, uno al menos, único, cualquiera
antes que
Tuve yo razón.
Pero la razón no da fruto.
Y estas son mis vestimentas chamuscadas por el fuego.
Y estos son mis trebejos de vidente.
Y este es mi rostro desfigurado.
Un rostro que pudo ser hermoso y no lo supo.
De "Paisaje con grano de arena"
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