Prólogo
En casa me esperaban el jardín, la segunda floración de las rosas, desteñidas y desastradas pero hermosas, y las hojas amontonadas bajo las tres higueras ondeaban con el vuelo desbocado de los pájaros que se perseguían, entre el cortejo y el combate.
La expresión "piano roto", con todas sus connotaciones reverberaba sin cesar dentro de mi cabeza, y pese a todo me hizo pensar en la generosidad que me ha reservado la vida: he conocido la alegría y el dolor extremos, el amor correspondido y el no correspondido, el éxito y el fracaso, la fama y el vapuleo, he leído en la prensa que ya estaba caducada como escritora y, peor aún, que era una "Molly Bloom de baratillo"; y, sin embargo, a pesar de todo, he seguido escribiendo y leyendo, he tenido la fortuna de sumergirme de lleno en esas dos actividades intensas que han apuntalado mi vida entera.
Saqué un libro de recetas del Ballymaloe House, un hotel del condado de Cork donde me había alojado un par de veces y donde había degustado manjares como la sopa de ortigas, el suflé de musgo irlandés, el posser de limón con geranio al aroma de rosas y el mazapán de grosella con tartaletas de plátano y caramelo. Allí vi por vez primera, y admiré estupefacta, los cuadros de Jack Yeats, paletas densas de azules cuajados que me hablaban de Irlanda con la misma profundidad que cualquier poema o fragmento en prosa. Busqué la receta del pan irlandés e hice una cosa que llevaba treinta y tantos años sin hacer. Pan. Por muy piano roto que fuera, me sentí más viva que nunca cuando el aroma del pan se apoderó del ambiente. Era un olor antiguo, fuente de muchos recuerdos, y así fue como aquel día de agosto de mi septuagésimo octavo año de vida me senté para empezar las memorias que me había jurado no escribir jamás.
Principio de "Chica de campo"
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