No había ni un ruido, ni un grito en el pueblo,
es decir, nada que contase como sonido, tras las bombas;
solo detrás de un muro un apagado sollozo de mujeres,
el crujir de una puerta, un perro perdido: nada más.
Un silencio que podía tocarse, no había pena en el silencio,
terrible, blando como la sangre, por todos los caminos ensangrentados.
En medio de la calle dos cuerpos yacen insepultos
y una mujer bayoneteada nos mira fijamente en la plaza del mercado.
Humilde y arruinado pueblo, no hay orgullo de conquista para ellos,
su única oración: "Danos hoy, Señor, nuestro pan de cada día".
No son los fuegos de la batalla o la metralla lo que nos persigue:
Quién nos librará del recuerdo de estos muertos?
En la antología "Nada tan amargo.
Seis poetas inglesas de la Primera Guerra Mundial"
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