para turistas se abrieron sobre siete pisos de lilas,
la lluvia lavó los manteles de lino y las copas de licor
de las mesas en las banquetas, las banderas de seda de las naciones
no alineadas como colorida ropa interior
sujetándose al viento. Tito aún vivía.
Me dediqué al Inglés, fue confundido con Checo,
caminé a las fuentes, al mercado de ajo y tiendas, donde vi
a mi Anna muerta una y otra vez,
duros y amarillos frijoles sobre su regazo,
su babushka de verano en blanco algodón,
sus ojos, los duros pozos
de un pasado. Ella cuchicheaba con sus amigas,
rezando el rosario o tratando de venderme
algo. Anna, limpiando sus manos con un cuchillo
de pelar, diciendo, en tu país
no tienes nada. Cada palabra era la cáscara
de un vegetal lanzado hacia la calle
o una montaña rodeada por trenes
con cargamentos de estiércol de oveja, y pena.
Busqué en Belgrado algún rostro
santo, pintado sin manos como cuando
un pintor de íconos se va a dormir y despierta
con una imagen que le llega desde la muerte.
En cada esquina Anna dejó caer
su trabajo sobre su regazo y alzó la vista.
Soy una poeta sin hijos, dije.
Por años no he pintado un huevo ni hecho plegarias
ni terminado mis deberes de pascua.
Dejé Belgrado por Frankfurt el verano
pasado, Frankfurt por Nueva York,
Nueva York por el Valle de Roanoke
donde las montañas sostienen la respiración
de los muertos y levantan
de cada mañana un fresco vendaje de niebla.
Nueva York, Roanoke, el valle-
hasta este Cabo donde en las dunas
el viento se hace de cuerpo
y un abeto aparece en la ventana
por la noche, golpeando en el cristal como
una mujer que ha vivido demasiado.
Piskata, frena tu lengua, ella dice.
Estoy intentando decirte algo.
De "El país entre nosotros"
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