Para que conste en acta, soy yo quien habla.
Ya me conocéis, o creéis conocerme.
La autora no del todo omnisciente.
Que ya no se mueve deprisa.
Ya no viaja sin equipaje.
Cuando en 1994 decidí contar por fin esta historia, registrar los indicios que se me habían pasado por alto diez años atrás, procesar la información antes de que desapareciera del todo, me planteé reinventarme en forma de comisionada de asuntos públicos en la embajada en cuestión, de funcionaria de carrera del servicio diplomático operando bajo el paraguas de la USICA. "Lilianne Owen" era mi nombre en aquel constructo, una estrategia que terminé abandonando por resultarme limitadora y reduccionista, un artificio sin objetivo. "Me lo contó más tarde", habría tenido que estar diciendo todo el tiempo Lilianne Owen, y "Me enteré después de que pasara". En calidad de Lilianne Owen me resultaba poco convincente incluso a mí misma. En calidad de Lilianne Owen no os podría haber contado ni la mitad de lo que sabía.
Mi intención era poner las cartas sobre la mesa.
Mi intención era traeros mi equipaje personal y abrirlo delante de vosotros.
Cuando oí por primera vez esta historia, hubo elementos que me parecieron cuestionables, detalles de los que no me fie. Los datos de la vida de Elena McMahon no terminaban de concordar entre sí. Les faltaba coherencia. Se echaban de menos conexiones lógicas, de causa y efecto. Yo quería que esas conexiones se materializaran ante vosotros igual que se terminaron materializando ante mí. La mejor historia que llegué a contar era un reconfortante sueño tropical. Esto es algo distinto.
La primera vez que Treat Morrison vio a Elena McMahon la vio sentada sola en la cafetería del hotel Intercon.
De "Su último deseo"
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