7.4.20

Louise Glück. Higos

Mi madre preparaba higos en vino,
escalfados con clavo, a veces unos pocos granos de pimienta.
Higos negros de nuestro árbol.
Y el vino era tinto, la pimienta dejaba un sabor a humo en el sirope.
Solía sentirme como si estuviera en otro país.
   
Antes de eso, había pollo.
De vez en cuando, en otoño, relleno de setas.
No siempre había tiempo para eso.
Y el clima debía ser el correcto, justo después de la lluvia.
De vez en cuando era sólo pollo con limón adentro.
   
Descorchaba el vino. Nada especial;
algo que le habían dado los vecinos.
Extraño ese vino -lo que ahora compraría no sabe tan bien.
   
Preparo estas cosas para mi esposo,
pero no le gustan.
Quiere los platos de su madre, pero no los preparo bien.
Cuando lo intento, me enfado.
   
Él trata de convertirme en una persona que nunca fui.
Cree que es cosa simple:
picas un pollo, arrojas algunos tomates en la sartén. 
Ajo, si hay ajo.
Una hora después, estás en el paraíso.
   
Cree que mi trabajo es aprender, no su trabajo 
enseñarme. No necesito aprender lo que mi madre cocinaba.
Mis manos ya sabían, bastaba oler el clavo
mientras hacía mis tareas.
Cuando fue mi turno, tenía razón, sí sabía. 
La primera vez que los probé, volvió mi infancia.
   
Cuando éramos jóvenes, era diferente,
mi esposo y yo estábamos enamorados. Lo único que queríamos
era tocarnos.
   
Vuelve a casa, está cansado.
Todo es arduo, ganar dinero es arduo, ver cómo tu cuerpo cambia
es arduo. Puedes con estos problemas cuando eres joven,
algo es difícil por un rato, pero tienes confianza.
Si no funciona, harás algo distinto.
   
Lo que más le molesta es el verano -el sol lo saca de quicio.
Aquí es implacable, sientes como envejece el mundo.
La hierba se seca, los jardines se llenan de maleza y babosas.
   
Alguna vez fue para nosotros la mejor estación.
Las horas de luz cuando él llegaba a casa, luego del trabajo,
las convertíamos en horas de oscuridad.
Todo era un enorme secreto,
incluso las cosas que decíamos cada noche. 
   
Y el sol descendía lentamente;
veíamos encenderse las luces de la ciudad.
La noches estaban lustrosas de estrellas, estrellas
que brillaban sobre los edificios altos.
   
A veces encendíamos una vela.
Pero la mayoría de las noches no. Pasábamos casi todas las noches a oscuras,
con nuestros brazos en torno al otro.
   
Pero estaba la sensación de que podías controlar la luz.
Era una cosa maravillosa; podías hacer que todo el cuarto 
refulgiera de nuevo, o podías yacer en el aire nocturno,
escuchando los coches.
   
Nos callábamos luego de un rato. La noche se callaba.
Pero no dormíamos, no queríamos abandonar la conciencia.
Le habíamos dado permiso a la noche para que nos llevara;
yacíamos ahí, sin interferir. Hora tras hora, cada uno
escuchando la respiración del otro, viendo las luces cambiar
en la ventana al final de la cama;
   
pasara lo que pasara en esa ventana,
estábamos en armonía con ello.


De "Una vida de pueblo"
   

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