Parad los relojes, desconectar el teléfono,
dadle un hueso al perro para que no ladre,
acallad los pianos y con tambores amortiguados
sacad el ataúd, traed al cortejo fúnebre.
Que los aviones vuelen lastimeramente en círculos
escribiendo en el cielo el mensaje «Él ha muerto»,
rodead con crespones los blancos cuellos de las palomas,
que los policías de tráfico lleven guantes negros.
Él era mi norte, mi sur, mi este y mi oeste,
mi semana de trabajo y mi descanso dominical,
mi mediodía, mi medianoche, mi conversación y mi canción;
yo creía que el amor duraba para siempre: me equivocaba.
Las estrellas ya no hacen falta; apagadlas todas.
Guardad la luna y desmontad el sol,
vaciad el océano y barred los bosques;
porque ya nada puede servir para nada.
Eso dice el «Blues funerario» de W. H. Auden, dieciséis versos que, en los días y semanas inmediatamente posteriores a la muerte de John, apelaron directamente a la rabia -la furia ciega e irracional- que yo sentía.
De "Noches azules"
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