Para Jane Kenyon y Donald Hall
En la entrada, un narciso pequeño
había florecido a través del moho de hojas. En el living,
el viejo collie color caramelo me dejó
meter la mano en los pliegues
de su pelaje, y acariciarlo. En su habitación
Don dijo, Eso es todo, aquí es donde vivimos y morimos. En el centro de la oscura
cabecera pintada - trineo de belleza,
trineo de la noche - había un ángel fijo
como si estuviera atado, con sus alas desplegadas.
La cama se hablaba, como a sí misma,
cantaba. La habitación entera cantaba.
Y la casa, y la curva de la colina, como la curva entre
su cuello y un hombro, cantaba, en apenada
alabanza, y la tierra, casi, tañía,
como ahuecada a la espera de que hicieran descender
su lengua. En la tumba,
junto al enorme, alisado, biselado,
talado hogar de roble, como el tronco
de un Druida duir - adentro lo que ni
se acerca a lo que ella era-
él se quedó de pie a un lado, en un largo silencio,
minutos, como el borboteante crujido de arnés
cuando el agua de un riego pleno se escurre
hacia la tierra, y nos miró,
a cada uno, y no parecía simplemente
una persona mirando personas, parecía
casi de otra especie, un águila
mirando águilas, feroz, resuelto,
sin palabras, sin párpados, mirando a cada uno,
viendo en profundidad
dentro de cada uno-
millas, años - parecía Jane
mirándonos por última vez
en esta tierra.
De "La habitación sin barrer"
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