En enero del invierno de 2018 compré un platanero pequeño en un puesto de flores a la entrada de la estación de Shoreditch High Street. Me sedujo con sus hojas verdes anchas y trémulas y también por las hojas nuevas enroscadas, a la espera de abrirse al mundo. La mujer que me lo vendió llevaba unas voluptuosas pestañas postizas de color negro azulado. Me pareció que sus pestañas se extendían desde las tiendas de bagels y los adoquines grises del East London hasta los desiertos y montañas de Nuevo México. Las delicadas flores invernales de su puesto me recordaron a la artista Georgia O'Keeffe y su manera de pintar las flores. Como si nos las presentara una a una por primera vez. En sus manos, las flores se volvían peculiares, sexuales, extrañas. A veces parecía que sus flores hubieran dejado de respirar bajo el escrutinio de su mirada.
Cuando coges una flor con la mano y la miras con atención, por un instante se convierte en tu mundo. Yo quiero darle ese mundo a alguien.Georgia O'Keeffe, citada en el New York Post, 16 de mayo de 1946
O'Keeffe había encontrado la que sería su última casa en Nuevo México, un lugar donde vivir y trabajar a su ritmo. Algo que, como solía insistir, debía tener. Había dedicado años a restaurar esa casa baja de adobe en el desierto antes de mudarse a ella.
Principio de "Una casa propia"
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