1.11.23

Teresa Wilms Montt. XII

Como de costumbre, hoy fui a verte; era tu día, el día de todos los dormidos eternos. Cubrí tu ataúd de rojos claveles, e imaginé que su fragancia atravesaría las maderas e iría a darte un escalofrío de dulzura.
Con la cabeza apoyada en el féretro pensé profundamente en ti.
Una olímpica serenidad revistió de alba túnica mi alma, apagando toda su amargura.
No hubo desesperación en mi dolor.
Comprendí, amor mío, que para mí la gran puerta al infinito estaba abierta de par en par, abierta por tus manos sublimizadas. 
Vi, también, que poseía alas capaces para emprender el regio vuelo del encuentro, y entonces me sentí consolada. Oculta en tu féretro está la llave de la gran puerta: tú la guardas en tu diestra. Cuando me agobie la lucha miserable iré a buscarla. Abriré tu mano con el beso de una madre que despierta a su hijo, y, enlazándola a la mía, marcharemos juntos hacia el sol, en busca de su bendición nupcial. Iremos, inmortales hijos de la luz, en pos de la irradiación de los astros para coronar nuestras cabezas transparentes. Marcharemos extáticos, serenos, gloriosos, como una sola llama azul del alma del Creador al son de acordes magistrales, que entonará nuestra reina Naturaleza.
Nos deslizaremos por los límpidos espacios, sublimes de bondad, cantando un resurrexit eterno.

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Al contacto de tu ataúd mi frente palidece y miran mis ojos en busca de la gran puerta.


De "En la quietud del mármol"
    

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