El Cabo dormía siempre del mismo modo, acostado cual perro guardián. Tras largas horas de silencio fúnebre, pesado como la pelliza de los antiguos dirigentes soviéticos, un sinfín de motores y máquinas empezaban a petardear y tronar por doquier. A lo lejos, similares a los graznidos de los cormoranes, las sirenas de los primeros ferris desgarraban los jirones de bruma que flotaban a ras de mar. Indicaban así su inminente partida desde la isla de Robben Island, que había pasado de albergar un campo de concentración a ser considerada una atracción de interés turístico internacional. No tardaban en sumarse los frenazos de los autobuses a rebosar, encargados de transportar la miseria desde los bajos fondos al esplendoroso centro de la ciudad.
De "Historia de la mujer caníbal"
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