Así que estábamos en el bosque. Había algo parecido a un atardecer, pero nada de sol, una luz de lluvia tirando a ocre que descendía sobre el paisaje. Que si habría podido llamar a alguien? No, no habría podido, porque aunque hubiera habido a quien llamar, se habría agotado el tiempo. Ya solo quedaba la luz subacuática que descendía y esos árboles enormes y las gotas de lluvia gigantescas que caían de las ramas como lágrimas de unos seres grotescamente grandes y solo estábamos nosotros, él y yo, y la sensación de ser los únicos que quedábamos en el mundo era tan intensa que ninguna realidad habría podido cambiarla, ni los coches con los que nos cruzábamos por la carretera ni las cabinas iluminadas que veíamos al pasar ni el sonido de la radio donde alguien murmuraba con voz suave y ronroneante, sonaba como una misa. Los sonidos creaban imágenes de cromos diminutos que resonaban dentro de mí. Allí estaba la Virgen María con ese ángel peligroso y grande, allí estaba María con el niño gordezuelo revoloteando alrededor de su pecho en todos los cuadros, desprovisto de alas y, aún así, ajeno a la gravitación terrenal. Y allí estaba ella sola al final, sin su hijo, cuando él ya había dejado de existir en la Tierra.
Principio de "La Antártida del amor"
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