inclinados y dispares, y siempre inestables.
Podrían calentarme si les rozara con una cerilla
y sus finas líneas chamuscarían
el aire hasta anaranjarlo
antes de que las distancias que unen se evaporen
al aplastar el cielo pálido con un color más vivo.
Pero solo se disuelven y se disuelven
como una serie de promesas mientras yo avanzo.
No hay vida más allá de la altura de la hierba
o los corazones de las ovejas, y el viento
se derrama como el destino mientras inclina
todo en una dirección.
Siento cómo intenta
quitarme mi calor.
Si presto a las raíces del brezo
mucha atención, me invitarán
a blanquear mis huesos entre ellas.
Las ovejas saben dónde están,
pastan en sus nubes sucias de lana,
tan grises como el tiempo.
Las ranuras negras de sus pupilas me absorben.
Me siento como si me enviaran por correo al espacio,
un mensaje corto y tonto.
Van disfrazadas de abuela,
pelucas con rizos, dientes amarillos
y balidos firmes de mármol.
Llego a los surcos de las ruedas y al agua
límpida como las soledades
que se me derraman entre los dedos.
Los umbrales huecos van de pasto en pasto;
el dintel y los umbrales están descoyuntados.
El aire solo recuerda de las personas
unas cuantas sílabas extrañas.
Las repite entre quejidos:
piedra negra, piedra negra.
El cielo se apoya en mí, yo, que soy lo único vertical
entre todo lo horizontal.
La hierba bate distraída la cabeza.
Es demasiado delicada
para una vida en tal compañía;
la oscuridad la aterra.
Ahora, en valles estrechos
y negros como monederos, las luces de las casas
relucen como calderilla.
En "Antología de las poetas estadounidenses"
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