Estaba claro desde el principio: nunca podría convertirme en una auténtica soldada.
Para mí, cualquier contacto con el sistema era sinónimo de humillación y de asfixia. Si me obligaban a hacer algo o me encerraban entre cuatro paredes, terminaba con una opresión en el pecho y el estómago revuelto. Me angustiaba y no podía expresarlo con palabras. Cuando sentía que el corazón me latía fuerte, cuando las piernas me flaqueaban, pensaba que tenía un ataque de hipoglucemia y me decía que por eso estaba tan débil. Así viví hasta los veintidós años. No me llamaba la atención que los ataques se produjeran siempre en los mismos lugares: la puerta del colegio, la estación de tren en hora punta, el ascensor del centro comercial. Me arrastraba como una necia y una ingenua hasta una máquina expendedora, compraba algo de comer y una lata de refresco, y me quedaba sentada en un banco, esperando a que el azúcar comenzara a circular de nuevo por mis venas. Sin embargo, no siempre había sido igual.
Principio de "La soldada"
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