lucen igual las estaciones,
brotan de las mañanas mediodía
y de sus vainas rotas, los fulgores.
Los arroyos presumen, incansables,
y se encienden, en las florestas, flores;
ningún mirlo ahogará su algarabía
para rendirle a algún Calvario honores.
Para la abeja, juicio y auto
de fe no significan nada;
tener que separarse de su rosa,
eso sí es, para ella, una desgracia.
En "El secreto de la oropéndola"
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