La vieja señora prosiguió:
«Nosotras las mujeres, querida mía, somos con frecuencia muy simples. Pero el que una mujer pueda llegar a ser tan poco razonable como para ponerse a razonar con un hombre es algo que me supera! La que lo hace tiene perdida la batalla de antemano, querida, la tiene perdida antes de empezar. Si una mujer quiere imponer su voluntad a un hombre, lo que tiene que hacer es mirarle a los ojos y decirle algo que le resulte del todo incomprensible y a lo que no tenga la menor idea de cómo responder. Esa es una victoria segura.»
Mi amiga basaba su teoría en ejemplos sacados de la historia. Las mujeres inglesas, según ella, llevaban largo tiempo tratando de conseguir el derecho al voto, pero sus argumentos y sus razones no lograban impresionar a los diputados ingleses. Pero cuando, más o menos con el cambio de siglo, intervinieron las sufragettes con sus maniobras ilegales y, todo hay que decirlo, bastante irracionales -se subían a los tejados, cortaban las carreteras con una cuerda o se tiraban ante los caballos en las carreras hípicas del Derby-, sólo entonces esos buenos señores del Parlamento sintieron que el miedo los superaba, y sus viejas convicciones empezaron a chirriar.
Poco tiempo después obtuvieron las mujeres el derecho al voto.
«Y puedo asegurarte», añadió Lady Colville, «que las asociaciones y organizaciones de mujeres conseguirían mucho más, fíjate en lo que te digo, conseguirían más rápidamente sus objetivos, si, en lugar de formar comités, pronunciar discursos y escribir artículos, todo ello en dócil, simplona imitación de los hombres, hicieran correr la voz por todo el país de que se congregaban en los campos y los jardines públicos al caer la noche, bajo la luna menguante!»
De "Daguerrotipos"
En "Daguerrotipos y otros ensayos"
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