Muerta “ella”; tendida, inerte, en el horrible ataúd de barnizada caoba que aún me parecía ver con sus doradas molduras de antipático brillo, ¿qué me restaba en el mundo ya? En ella cifraba yo mi luz, mi regocijo, mi iluisón, mi delicia toda…, y desaparecer así, de súbito, arrebatada en la flor de su juventud y de su seductoria belleza, era tanto como decirme con melodiosa voz, la voz mágica, la voz que vibraba en mi interior produciendo acordes divinos: “Pues me amas, sígueme”.
de "Mi suicidio"
uno de los relatos de "El corazón perdido y otros relatos"
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