tu voz el romancero revivía,
y Manrique sus cuitas nos decía
y Quevedo, riéndose, lloraba.
Del amor los latidos acallaba
en nosotros, la hispana poesía,
y la tarde, piadosa, que moría,
con un rayo de sol nos enlazaba.
Yo prefiero a las trovas tu presencia,
y tú, con irritada displicencia,
cerrado el libro tienes en la mano.
Parte ya, siendo Dios en el contento
de haber hecho divino un sentimiento
que fué sensual, imperativo, humano.
En "Safo en Castilla"
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