7.8.18

Gina Berriault. Aparcó el viejo y vulgar descapotable...

Aparcó el viejo y vulgar descapotable junto al pequeño parque oscuro y caminó por la acera bordeando el agua que, aproximadamente medio metro más abajo, lamía el muro de piedra. Los reflejos sobre las aguas oscurecidas por la niebla baja junto al canal, el cielo claro, apenas estrellado, y el grupo de gaviotas que flotaban donde los globos de los restaurantes iluminaban las aguas, todo evocaba aquella promesa que había experimentado en París. Justo antes de llegar al restaurante construido sobre pilotes en el agua, oyó un silbido bajito a su espalda y apareció un hombre que seguía sus pasos. Sintió su mirada cercana, sintió su torpe obstinación animal y quiso volverse para gritarle que se largara: una mujer tenía derecho a salir por la noche sola, y, al mismo tiempo, quiso correr y escapar de la acusación de que era ella quien lo había provocado con su largo pelo rizado iluminado por la luna, sus piernas enfundadas en medias negras de nylon y su pañuelo blanco de seda con flecos. En las escaleras del restaurante, él le habló para pedirle que se detuviera o para advertirla del escalón, y ella abrió la puerta de un empellón, golpeando a un joven que salía. Eligió la mesa más alejada de la puerta, cerca de la ventana que daba al agua. El encuentro con el hombre cuya cara había temido mirar estropeó aquella noche que, según lo previsto, la devolvería ilesa al antiguo sueño de otro futuro. Vio que le temblaban las amnos, incapaces de levantar el tenedor sin dejar caer comida al plato. Apenas capaz de probar unos bocados, esperó a salir, esperó a que el hombre se hubiera ido, esperó a que su corazón se calmase.
Pero, tras haber caminado unos pasos por la acera, volvió a oír sus pisadas. Esta vez, él no le habló, la siguió como si fuera ella quien le hubiera hablado, como si ella fuera la invitación y él la respuesta. Su corazón latía enloquecido, subió al coche dando un portazo. La pesada falda y el abrigo se apelotonaron bajo sus piernas, pero le daba miedo tomarse un momento para liberarlos de un tirón. Dio una vuelta con el coche y, mucho antes de la hora en que había pensado regresar, ya estaba subiendo la colina de vuelta. Justo antes de tomar la primera curva, unas luces destellaron en su retrovisor, tomó la curva demasiado rápido y estuvo a punto de estrellarse contra una pintoresca puerta de hierro.
Permaneció de pie en la casa a oscuras, corrió con todas sus fuerzas las cortinas y las anillas metálicas sonaron al rozar la varilla. Si Gerald había tenido una corazonada antes de su ataque, esta sensación debía de ser parecida. El hombre estaba fuera, bajo la luz de la verja, obsceno y estúpido, siguiendo a una mujer que no imaginaba que pudiera rechazarlo, que esperaba en la casa a oscuras para abrirle la puerta y atraerlo hacia ella. El hombre apartó las ramas con la mano y subió por el camino. Ella oyó sus pasos sobre el empedrado, oyó los dos golpes secos en la puerta y se escuchó a sí misma gritar: "Fuera! Fuera!". Se agarró a las cortinas hasta que oyó el motor del coche ponerse en marcha, vio las luces rojas traseras reflejadas en el follaje del patio y oyó el coche bajar la colina.


De "Muerte de un hombre insignificante"
uno de los relatos del libro "Mujeres en la cama"

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