4.10.18

Erica Jong sobre la muerte de Jeannie Morton (que en realidad es Anne Sexton)

Nueva York, a principios de octubre. Estoy en un taxi (que me lleva, como no, a la consulta de mi analista), cuando de pronto oigo por la radio que Jeannie Morton, "la poetisa casera" como la llama el locutor, ha muerto. Un garaje cerrado con llave. Un automóvil abandonado. Un vaso de vodka en la mano. La sangre llena de litio, o de Valium, o de algún otro fármaco moderno de los que sirven para combatir el miedo, el hastío, la angustia. El locutor dice unas cuantas estupideces acerca de su "muerte prematura" (tenía cuarenta y cinco años) y después pasa a citar a algún malévolo y envidioso gurú literario y habla de su "arte limitado, introvertido", "a medio camino entre el sanatorio mental y la consulta ginecológica". El gurú en cuestión se pasa la vida a medio camino entre los Alcohólicos Anónimos y los congresos universitarios en los que tiene ocasión de tirarse a inocentes muchachas de diecinueve años. Pero no importa. Es él quien está juzgando a Jeannie, y no al revés. Además, Jeannie no acostumbraba a juzgar a nadie que no fuese ella misma. Era la generosidad personificada con todo el mundo excepto con Jeannie.
Pero no tenía talento para la felicidad. Se habría podido decir que tenía un talento especial para la desdicha, aunque yo preferiría considerar ésta como la ausencia de felicidad más que como una situación deliberadamente buscada. Pero esto es discutible. Algunos poetas cultivan la infelicidad del mismo modo que los virtuosos del banjo cultivan sus largas uñas. Pero Jeannie no era de estos. Su desdicha era honesta, honestamente conseguida. La muerte era su compañera de cuarto, su amante ocasional, su madre, su amiga.
No nos habíamos tratado mucho, pero nuestra amistad era de esas que florecen instantáneamente. Nos enamoramos mutuamente desde el primer momento. Desde el principio me llamó "Queridísima Isadora" en sus cartas y terminó éstas con "Un abrazo". Nada de "Afectuosamente" ni de "Querida mía". Jeannie no era judía, pero era withmaniana. Y maníacodepresiva. Siempre estuvo claro que algún día se mataría. Sus poemas eran simples paliativos. De haber escapado al suicidio, habría sido por un accidente. Con todo, la noticia me sorprendió. Y me hizo sentir culpable. Le debía carta desde hacía tres meses.


De "Isadora emprende el vuelo
o cómo salvar su propia vida"
     

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