Aminta me condujo a una arboleda,
donde todos los árboles nos cubrían;
el propio Sol, pese a haberlo intentado,
no consiguió traicionarnos.
El lugar, seguro de ojos humanos,
ningún otro tenor permite,
excepto cuando los vientos que, suavemente, crecen
besan a las reclutas ramas.
Allí, nos sentamos sobre el musgo,
y comenzamos a hacernos
mil trucos amorosos para pasar
el calor de todo el día.
Muchos besos me daba él,
y yo los mismos le devolvía,
de recibir feliz me hacía
lo que no me atrevo a pronunciar.
Sus ojos de ensueño ayuda no precisaban
para contar su suavizante cuento;
en ella eso fuego ya era,
fácil era eso para dominar.
No hacía sino besarme y apretarme contra sí,
mientras esos mismos pensamientos expresaba,
y sobre la tierra, suavemente, me recostaba.
Ah! quién adivinará lo que pasó después?
En la antología "El canto de la décima Musa.
Poesías del Renacimiento y el Barroco"
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