Es extraño pensar que hubo un tiempo
en el que la alegría no era una palabra vacía,
en el que la risa alegraba realmente el corazón
y sonrisas frecuentes llegaban sin previo aviso
y las lágrimas de pena tan solo fluían
por simpatía con la angustia de los demás;
en que las palabras expresaban el pensamiento íntimo
y el corazón se desnudaba ante el corazón amigo,
y los días de verano eran demasiado cortos
para todos los placeres que en ellos se reunían;
y el silencio, la soledad y el reposo...
ahora bienvenidos al pecho cansado...
Todo era entonces sin ganancia, sin buscar beneficio,
y toda la alegría que mostraba un espíritu
la sentía el otro profundamente;
y la amistad fluía como un río,
constante y fuerte su curso silencioso,
pues nada resistía su delicado empuje.
La noche, el tiempo sagrado de la paz,
era temida como la hora de la despedida,
cuando el habla y el júbilo debían cesar a la vez
y el silencio debía recobrar su poder;
aunque siempre libre de dolor y aflicciones,
ella solo nos traía un descanso tranquilo.
Y cuando de nuevo el bendito amanecer
traía la luz del día al firmamento ruborizado,
despertábamos, pero no a regañadientes,
no nos levantábamos para cumplir ingratas tareas,
sino llenos de esperanza, alegres y jubilosos,
dábamos la bienvenida al día que regresaba.
En "Poesía completa"
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