Apareció por entonces en la corte una mujer de tan peregrina hermosura que atrajo las miradas de todos, y forzoso es creer que se trataba de una belleza perfecta, pues provocaba admiración en un lugar en donde se estaba muy acostumbrado a ver mujeres hermosas. Pertenecía a la misma casa que el Vidamo de Chartres y era una de las más ricas herederas de Francia. Su padre había muerto joven, dejándola a cargo de su mujer, la señora de Chartres, cuyas cualidades, méritos y virtudes eran extraordinarios. Tras haber perdido a su marido, esta señora pasó varios años sin aparecer por la corte. Durante esta ausencia, dedicó sus cuidados a la educación de su hija; mas no solo trató de cultivar en ella la inteligencia y la belleza, sino que también se preocupó por enseñarle la virtud y hacérsela amar. La mayoría de las madres imaginan que basta con no hablar nunca de intrigas amorosas delante de las jovencitas para que se aparten de ellas. La señora de Chartres sostenía la opinión contraria; a menudo describía a su hija lo que era el amor; le mostraba lo que de agradable tiene para persuadirla más fácilmente de sus peligros; le contaba la falta de sinceridad de los hombres, sus engaños y sus infidelidades, y las desgracias que pueden traer consigo ciertos compromisos. Le hacía ver, por otra parte, cuán tranquila es la vida de una mujer honesta, y cómo la virtud da brillo y elevación a una persona que ya de por sí posee belleza y rango; mas también le hacía comprender que es difícil conservar la virtud, a no ser desconfiando extremadamente de sí misma, y poniendo un gran cuidado en hacer solo aquello que puede darle la felicidad a una mujer; o sea, amar a su marido y ser de él amada.
De "La princesa de Cleves"
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